Puerto de Mô
“Barco varado en el arenal
Que lame el mar de retirada.
Escondite de vientos furtivos.
Refugio de velas cansadas”.
Con versos como estos rendía
homenaje Joan Manuel Serrat al puerto de Maó/Mahón en el sencillo que daba
título a su álbum de 2006 Mô (pronunciación local del nombre de la histórica
ciudad menorquina).
Pienso que no le faltaban
motivos al catalán, porque se trata del mayor
puerto natural del Mediterráneo, con casi 6 Km, y del segundo más profundo del
mundo, alcanzando los 30 m. Pero no solo por eso.
En pocos lugares, personalmente, he
percibido tantas sensaciones relacionadas con lo que fue, con lo que es, con
las vidas de su gente. Pocas veces el mar te habla tan claro de sus inviernos,
de las olas que rompen frente a los muros del tiempo, de viejas historias de
dramas y naufragios, de los marineros que, como dijo Manuel Vicent, navegan con
la luna sus trampas.
Y comienzas a intuir todo eso, cuando
llegas temprano, en los profundos silencios, en el llegar tranquilo de las
barcas, en el faenar discreto y honesto de los pescadores, en el despertar
metálico de los bares.
Pero es, sobre todo, al navegar cuando
se abren ante uno las puertas de todas las estancias de la historia. Y es que
esta embocadura ha sido utilizada como puerto desde el siglo III antes de
Cristo. Por
su ubicación estratégica y sus dimensiones ha visto llegar a fenicios,
cartagineses, romanos, vándalos, bizantinos, árabes, franceses, ingleses y
españoles.
Desembarcos, intercambios comerciales, pactos secretos,
trueques, batallas, conquistas, el saqueo de berberiscos… Todo eso pasó, pero
continúa allí, porque ya sabemos que si existe algo que apenas pasa es el
pasado. Sigue allí, al menos, para quienes aparquen por una hora el reloj, la
tiranía de tachar lugares de una lista, las noticias, la prisa.
Una espesa masa de nubes cubre el cielo, sin embargo no
se esperan lluvias ni mucho menos el frío. Un fuerte bochorno solo es mitigado
a medida que nos alejamos del muelle.
Y contemplamos las bateas de cultivos de mejillón; el Cementerio Inglés, en el que reposan los restos de marineros no católicos
y la Isla Plana o de la
Cuarentena, la cual sirvió para aislar a los enfermos contagiosos
durante el siglo XVIII y como base naval por la Armada americana en el XIX.
Salen a nuestro encuentro embarcaciones de recreo. Nos saludan.
Seguimos por el Canal de Sant Jordi o
de Alfonso XIII, de 1900, construido para facilitar el acceso por mar a La Mola, también llamada Fortaleza de
Isabel II, cuya misión fue desde el siglo XIX defender la
entrada del Puerto. Piensas en cómo pudieron ser, tras sus muros, los otoños y
la lluvia.
Y en el entorno natural
que la rodea, que es fascinante, se ha incluido como Zona Especial de Protección de Aves
(ZEPA) y se ha declarado Lugar
de Interés Comunitario (LIC) con
aves como la pardela balear (en peligro crítico según la UICN y
que tiene la mayor colonia de la especie en la isla). Unas cuantas gaviotas salen a nuestro encuentro.
El mar se presenta
inmenso, como un horizonte lejano, apenas existen las referencias de un par de
ferrys. Sientes el poniente y el salitre. Y damos la
vuelta para regresar por la otra orilla. Enseguida aparecen las ruinas
del Fuerte de San
Felipe, construido cuando reinaba Carlos I tras el ataque de
Barbarroja, ampliado en el siglo XVIII por los ingleses y que fue escenario
estratégico en la lucha de las potencias de la época por el control del
Mediterráneo.
Te asomas a la barandilla, ves tu rostro en
las aguas como en un espejo algo difuso. Y ves además la Isla del Lazareto,
en la que se recluía a personas con enfermedades contagiosas como el cólera o
la peste; el Puerto de pescadores de Es Castell; La Isla del Rey, donde desembarcó Alfonso III antes de hacerse con Menorca frente
a los musulmanes o la Finca de Sant
Antoni, en la que, según la leyenda,
se alojó el almirante Lord Nelson. Iban pasando frente a nosotros a medida que
nos acercábamos a nuestro destino.
Ya en él y antes de
desembarcar dedicamos una última mirada a una ciudad que se encarama a un
acantilado, con el campanario de Santa Maria sobresaliendo junto a la cúpula
del Carmen. A un lado y al otro veleros, yates y (ya abiertos) los cafés, las terrazas.
Escenarios de “historias cotidianas de héroes pequeños y glorias breves”, como
canta Serrat.
Nos vamos, dejando atrás uno
de los puertos más grandes del mundo y, sin lugar a dudas, uno de los más bellos.
Isla Plana |
Isla del Lazareto |
Torre de Felipe, Isla del Lazareto |
Isla del Rey |
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