Los mapas ya no publican la ruta de vuelta a ti, cantaba melancólico Javier de Torres en uno de sus mejores álbumes. Pero a mí siempre me ha parecido que en los mapas sí se plasma, a medida que cumplimos años, nuestra vida. Porque con ellos es como si se reescribiese, en cada ocasión, el mundo. Esa casa en ruinas al finalizar la calle, la luz colándose por las rendijas de unos olvidados ventanales, una mesa y una silla que esperan indemnes al caer la tarde, el rincó n perdido de no se sabe qué muralla, los ojos de ella y su asombro ante lo bello. Me da igual que sea en Madrid o en Vejer, en Tarifa o en Viena, en una gran urbe o en un elegante pueblo blanco. Abrir el mapa es, para mí, una de mis más imprescindibles liturgias. Tratar de adivinar caminos, anotar al margen, encontrar huellas, perderme, regresar por mis pasos, trazar sentimentalidades. Un material a base de señales, círculos, letras ininteligibles con las que unas veces doy forma a estas líneas, y que, en otras, tan