La cueva del tesoro

Un fenicio enciende una antorcha, la luz deja ver pinturas rupestres y un altar en el que preparará sacrificios en honor a Noctiluca, la diosa de la fertilidad, la vida y la muerte. Parece que lo observa un rostro femenino, pero es una roca que tiene esa forma. 

Marco Craso aún no ha sido nombrado cónsul de Roma, ni es socio de Julio César, ni ha reprimido de forma terrible la rebelión de Espartaco. Tan solo es un joven que huye del asesino de su padre y se esconde ocho meses en una cueva frente al Mediterráneo. Corre el siglo I antes de Cristo. Plutarco lo escribe. 

Los almohades cabalgan hacia la frontera sur del reino almorávide. Su último emir, Tasufín ben Alí, envía antes de morir sus mejores tesoros a Al Ándalus para que no se los arrebate el enemigo. Estamos ya en el siglo XII. Un fraile ubica siglos después en un manuscrito el tesoro en esa misma cueva.

Un explorador suizo decimonónico, Antonio de la Nari, prepara su próxima detonación con dinamita. Está cansado, lleva ya abriendo galerías y túneles, buscando en esa cueva el tesoro de los moros, la friolera de treinta largos años. Nunca lo descubrirá. Desconoce que después de apretar el detonador estará muerto. 

En 1951, Manuel Laza compra los terrenos que dan acceso a la cueva por una peseta. También los excava, pero no encontrará tampoco el tesoro, aunque sí pinturas y restos de la Edad del Bronce y del Paleolítico, también seis dinares de la época almorávide metidos dentro de un candil junto a restos cerámicos y utensilios. Todo eso en esta cueva de tiempos jurásicos.

Y después de todo, del paso de tres grandes civilizaciones, fenicios, romanos y árabes, venimos nosotros, los visitantes, con la boca abierta por el espectáculo de grutas con formas de ensueño, por la luz y el soniquete inacabable que genera el agua en la caliza. Porque somos eso: peones del azar en un cruce de caminos, milagros del destino en la encrucijada, gente con suerte. 

Porque Rincón de la Victoria, a poco más de veinte minutos de Málaga capital, atesora, nunca mejor dicho, un valor único en toda Europa. Llamada anteriormente la Cueva del Higuerón, la del Suizo o actualmente la Cueva del Tesoro, se trata de una de las tres únicas cuevas de origen marino descubiertas en el mundo. Geología, historia, arqueología y leyenda se dan la mano. 

Y biología, porque el grupo de investigación “Microbiología Ambiental y Patrimonio Cultural” del Instituto de Recursos Naturales y Agrobiología de Sevilla (IRNAS-CSIC) ha constatado en esta cueva una diversidad microbiana mayor de la esperada, con especies nuevas de hongos y bacterias, algunas de las cuales podrían ser productores de compuestos bioactivos de interés médico para la elaboración de antibióticos por lo que se ha llegado a proponer la creación de puntos de reserva de la biodiversidad.

Afuera quedan la música y la risas de una tarde de domingo cuando la chica de recepción nos da el audioguía. Son las cinco de la tarde, somos pocos y comenzamos a bajar escaleras, a avanzar por las grutas y sus salas como la de Noctiluca, con un altar a la diosa mediterránea; la del volcán, que, al ser la sala más profunda de la cueva, nos hace sentir una mayor temperatura en ella; la de El pozo del suizo, llamada así en honor a Antonio de la Nari; la de Marco Craso, que se cree sirvió de refugio al romano; la del Águila; por el parecido de una roca al ave y en la que se encontraron sedimentos marinos y pinturas rupestres que representan a un pez y a un caballo. 

Cuesta creer que hace miles de años todo esto fuese mar. Todo, sus 1.500m, la mayoría de los cuales no son visitables. Un mar mediterráneo cuya orilla hoy está separada por solo 800m. Desde entonces, el agua y la sal han ido horadando estas paredes creando formas imposibles, juegos de luz y de sombras, un universo en el que el agua y la piedra parecieran imponer sus propias normas y leyes de la física.

 “Las rocas que la circundan envían un aura delgada y apacible a los que se hallan dentro”, dejó escrito Plutarco. Vidas paralelas, llamó a su obra. Y nos sentimos así, en una vida paralela, porque nos olvidamos por completo del mundo. Seguimos andando, observando columnas y gargantas, estalactitas y estalagmitas, hasta llegar a las últimas salas: la de la Virgen y la de los lagos en la que observamos nuestro reflejo azulado y parpadeante en el agua. Sobre nosotros, el aura delgada y apacible. 

Nos hacemos fotos, no podemos dejar de mirar el agua azulada. No nos queremos ir, pero es el último turno y cierran la cueva, así que enfilamos de nuevo el recorrido, con sus escaleras, sus grutas y sus salas, sus formas imposibles, sus luces y sus sombras. Sin saber si existe el tesoro. O sí, porque no nos queda duda de que, hicieran lo que hicieran los almorávides, el tesoro es la propia cueva. 

























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